martes, 4 de septiembre de 2012

Penélope


Ésta te la manda tu Penélope, insensible Ulises, pero nada de contestar: ¡Vuelve tú en persona!

Ha caído Troya.

Hay ojalá al acercarse el barco a las costas Lacedomonias se hubiese ahogado el adúltero en una furiosa tempestad! No me habría quedado postrada y fría en la cama que dejaste, ni me quejaría de lo lento que pasan los días, aquí, abandonada, ni el paño que cuelga del telar habría cansado mis manos de viuda intentando engañar las largas horas de la noche ¿Cuando no he tenido peligros más grandes que los verdaderos? El amor es cosa llena de angustias y de miedos.


Me imaginaba a violentos troyanos dispuestos para atacarte y sólo de oír el nombre de Héctor me ponía pálida, o sí alguien contaba que Héctor había vencido a Antíloco, Antíloco era la causa de mis miedos; o si era que el hijo de Menecio había caído victima de equivocadas armas, lloraba de pensar que había podido salir mal la treta. Que la sangre de Tlepólomo había dado su calor a la lanza de licio; con la muerte de Tlepólemo se me renovaba la angustia. En una palabra cada vez que asesinaban a alguno del ejército aqueo, el corazón de enamorada se me helaba en el pecho.


Pero el Dios ha sido justo y buen guardián de mi casto amor: Troya se ha convertido en cenizas, y mi marido está a salvo.

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