viernes, 5 de julio de 2013

Ajedrez

—Mejor terminemos nuestra partida de ajedrez —dije—. Te tocaba jugar a ti.


Había olvidado mi elegante trampa; me llevó tanto tiempo recordarla como a ella estudiar su posición y mover.

No movió el peón que era esencial para su sobrevivencia. Me sentí entristecido y encantado. Al menos podría mostrarle mi maravillosa trampa satinada en el momento de cerrarse. Después de todo, esto es aprender, pensé, no el hecho de perder el juego, sino cómo lo perdemos, cómo nos cambia el perder, qué obtenemos de eso que no teníamos antes, para aplicarlo a otras partidas. Perder, de un modo extraño, es ganar.

Aun así, una parte de mí se entristecía por ella. Mi reina avanzó y levantó a su caballo del tablero, aunque estaba custodiado. Ahora su peón tomaría a mi reina para el sacrificio. Anda, pequeño demonio, toma la reina y disfruta mientras puedas.


Su peón no comió a mi reina. En cambio, después de un momento, su alfil voló de una esquina del tablero a la otra. Sus ojos, en azul nocturno, observaron los míos, esperando la reacción.

—Jaque mate —susurró.

Me convertí en cenizas, incrédulo. Estudié lo que ella acababa de hacer, saqué mi libreta y escribí media página.

— ¿Qué escribiste?

—Un pensamiento nuevo, lindo —dije—. Eso es apren­der, después de todo: no el hecho de perder el juego, sino cómo lo perdemos, cómo nos cambia el perder, qué obte­nemos de eso que no tuviéramos antes, para aplicarlo a otras partidas. Perder, de un modo extraño, es ganar.

Estaba livianamente sentada en el sofá, sin zapatos, con los pies cómodamente recogidos bajo el cuerpo. Yo, sentado en el sillón de enfrente, puse con cuidado los zapatos sobre la mesa, para no dejar marcas en el vidrio.



Texto: El puente hacia el infinito. Richard Bach.
Música: Tablero de ajedrez. Bodie y La Flota Plateada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario